En aquella oportunidad, Rafael comprendió que perdonar era una virtud. No lo había entendido sino hasta ahora, bajo circunstancias que quizá la mayoría de personas consideraría imperdonables. Pero no él. Acaso porque casi dos años y medio antes había pasado por una situación similar: había estado saliendo con una chica que prefirió a su vez salir también con otro, mientras le decía que lo quería y le hacía pensar que convertirse en pareja era una posibilidad muy cercana.
Esta vez, Rafael ya conocía mejor a las mujeres. Comprendía sus debilidades y sus fortalezas, sabía de sus miedos y su valentía, podía entender sus errores y sus aciertos. Y, basado en aquella experiencia antes mencionada, sabía que muchas veces sus desaciertos sólo son errores humanos que traen como consecuencia reafirmar su buen juicio: su hombre, el firme. Es cierto que cada mujer puede tardar distinto tiempo en darse cuenta de esto. Por eso es que él no estaba tranquilo. Todo lo contrario: estaba neurótico. Caminaba por el vencindario para ver si los encontraba 'in fraganti', se convertía en todo un detective virtual al acecho de una evidencia que sólo haría su vida más miserable. Pero era inevitable: él tenía que saber qué pasaba. No podía con la curiosidad.
Aquella vez el problema se empezó a solucionar mucho más rápido de lo esperado. Llegado el momento de la cima del error y el consecuente rompimiento de la relacíón, Rafael vió como ella no tardó siquiera un nanosegundo para darse cuenta de que él era El hombre de su vida, y no otro. Esto dejó tranquilo a Rafael. En parte, en realidad, porque siempre quedaría en él, muy en el fondo pero allí, un cierto temor de que algo así pudiese volver a ocurrir. Total, algo tan inofensivo como un par de cruce de miradas con sonrisas cómplices puede llegar a convertirse en toda una confusión amorosa para algunas personas, concluyó.
Pero lo más importante de aquel fragmento de la historia amorosa de Rafael es que lo que lo dejó mucho más tranquilo no fue tanto que todo volviera a la normalidad, sino la promesa que ella le hizo: "Tú eres el hombre de mi vida. Mi felicidad es a tu lado. Te amo y nunca voy a dejar de amarte. Nunca más te haré daño. Nada va a cambiar así estemos separados un tiempo. Nunca nos separaremos (para siempre)". Era una promesa muy extensa, pero aun así él la perdonó, y le creyó. Tampoco tenía otra alternativa: Rafael estaba (en realidad aun lo está) enamoradísimo de ella, y era justamente eso y no cualquier otra cosa en lo que él quería creer. Muy poco tiempo después, ella le obsequiaría algo muy diminuto, pero con un valor tan grande como toda una vida entera.
Sin embargo, el destino no le sonrió por mucho tiempo. Y así como lo anterior sucedió con suma brevedad, igual de rápido se esfumó aquella promesa. Toda, toditita. Y Rafael aun intenta recolectar todas esas débiles razones y armar el rompecabezas de un rompimiento rompecorazones. "Lo que no te mata te hace más fuerte", le han dicho. Pero a él le importa un carajo hacerse más fuerte. "Si tengo que morir, pues morir de amor será", sentencia, y piensa en lo que quizá sea lo último que le dirá a esa nuevamente confundida mujer. El perdón, de aceptar su propuesta, se puede dar por hecho.
Pero sabe que ahora no es el momento. Ya será después. La última carta bajo la manga. Y no por ello un truco, sino una opción totalmente factible y comprensible para un romántico, para alguien que puede anteponer el amor frente a cualquier otra cosa; en síntesis, para un muerto, pero de amor.
Y nadie le dirá lo contrario.
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