lunes, marzo 03, 2008

Camino al cielo

*Alguna vez publiqué un texto similar titulado "Starway to heaven", un perfil de mi abuelo sacado simplemente de lo que recordaba sobre su vida. El presente es uno hecho con detalles que él mismo me dio, es decir, un perfil mucho más riguroso que el primero. Es mi deber publicar la versión como realmente sucedió. En un contexto muy distinto diría Aristóteles, "soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad". Aquí va.


Camino al cielo

Terco pero firme. A Samuel Flores Soplín, de 85 años de edad, toda una vida le resulta efímera para un derroche diario de valentía y fidelidad a sus ideales. Lo demostró a los 21 años, en un éxodo de dos meses de Iquitos a Lima que incluyó una aventura de 173 km a pie de Pucallpa hasta la Guatía. Nunca se dio por vencido. La misma convicción lo llevó a ser uno de los formadores del Sindicato de Empleados en la expirada aerolínea PANAGRA, donde trabajó 40 años de su vida, hasta el retiro en 1985. Tampoco allí tiró la toalla en las mil y un batallas como Secretario de Control y Disciplina.

Es por eso que aún a ocho décadas de su nacimiento podía seguir desplegando sus pasos por las calles de La Victoria, siempre hasta San Borja para realizar sus compras. No se cansaba. Y eso que cada año Santa Claus le regala un par de kilitos más. Total, él ya está bastante acostumbrado. Como cuando realizó aquel viaje hacia la capital después de concluir la secundaria. “Un viaje muy duro”, recuerda. Pero nunca se rindió. Tampoco lo hizo en PANAGRA, trabajando en el sindicato. Ganó amistades y enemistades, pero nadie lo hizo flaquear en sus convicciones. “Yo siempre daba el ejemplo de que un dirigente debe trabajar las horas completas y no valerse del sindicato para pedir permisos o irse a otra parte. El trabajo es trabajo y el sindicato es sindicato”, afirma. El gobierno de los Estados Unidos lo premió, junto con otros doce dirigentes sindicales, con una beca de dos meses a Washington.

En su barrio, no tenía por qué ser distinto. Fue colaborador de la Directiva de la Asociación de Propietarios de Túpac Amaru, en La Victoria. Hace hincapié en la palabra “colaborador”, porque aunque en la práctica él era la cara principal, oficialmente prefirió no formar parte de ella. “Habían cosas sucias entre los dirigentes”, confiesa. La Municipalidad de La Victoria, a nombre del alcalde, le otorgó un diploma por colaborar con la limpieza y el ornato de la urbanización.

Su recorrido hasta San Borja concluía en Wong, en donde aprovechaba para tomar un descanso haciendo las compras y degustar todo lo que esté disponible para ello. A veces, esta caminata tenía como único fin seguir comiendo después del desayuno. Sus hijas le han advertido sobre el problema del colesterol y del sobrepeso, pero él siempre ha hecho caso omiso. Dice que “su cuerpo asimila”. Otra forma de decir que si su estómago le pide comida, él no tiene reparos en obedecer. Así sea a cada rato. De todos modos, él cree en la medicina alternativa. Prefiere tocarse la palma de la mano con el dedo índice hasta sanar, que visitar a un doctor. Por eso rehúsa a operarse del glaucoma que poco a poco le borra la visión. “La mente manda al cuerpo”, dice, y baja las escaleras con los ojos cerrados. Es así de terco. Quizá porque creció en una familia recta, y así también crió a la suya. Siempre con él a la cabeza de las decisiones. Para bien o para mal. Sin arrepentirse.

Pero ya no tiene casi ocho décadas de existencia. Ahora tiene 85 años, y esta diferencia, en una persona de avanzada edad, es muy grande. Y él lo sabe bien. Lo supo finalmente cuando en uno de sus viajes de compras, perdió sentido de la ubicación y por un momento no sabía en dónde se encontraba. Cada vez sucede con mayor frecuencia. Por eso ahora es su hija la que lo acompaña, ahora en carro, a hacer las compras. Las caminatas fueron reemplazadas por la televisión. El aire de la calle y las conversaciones ajenas en sus oídos sucumbieron frente al nuevo equipo de CD.
Pero su risa no se ha agotado. Menos su valentía: en la sobremesa, aún defiende con fervor sus ideales. Y tampoco ha sucumbido su creencia en la medicina alternativa y en la mente. Por eso baja las escaleras con los ojos cerrados y con la frente bien en alto, porque no le teme a lo que pueda venir. Y ríe cuando no hay más escalón que pisar, porque sabe que cuando la película de su vida se proyecte ante sus ojos, tampoco allí le temerá al final de todos sus peldaños.

**Ese es mi abuelo. El que quería que estudie medicina y se resistía a aceptar el hecho de lo que mío era la tinta y el teclado. Y aunque con los años logró aceptarlo, siempre me intentó disuadir de escribir una novela sobre su vida, un libro que jamás llegué a escribir, pero que intento resumir, a modo de perfil y en su honor, en el presente texto.

2 comentarios:

Anónimo dijo...






Me encanto esta reseña , es muy cierto y real , Gracias por querer a tu abuelito.

Anónimo dijo...

Wuaaa, cuanto se aprende de los abuelos, que suerte conociste a tu abuelo